Los restos de lo que fuera alguna vez arquitectura monumental prehispánica en adobe, subsisten en distintos grados de conservación -y hoy, de visibilización-, en casi todos los distritos de Lima. Por hábito, el nombre que se da a cada conjunto de vestigio es ‘huaca’, aunque no todos son pirámides truncas cuyas plataformas eran escenario de rituales, y en ciertos casos, de entierros de dignatarios de esta zona de la costa, antes de la fundación española de Lima, en 1535. Según el arqueólogo Luis Lumbreras, después de la influencia Wari hacia el siglo XI de la era cristiana, el desarrollo regional en el territorio de la actual Lima Metropolitana habría sido Ichma. 
Imaginar el paisaje urbano en los siglos transcurridos suscita en la imaginación visiones de una época larga en la que el número de capillas, iglesias y conventos católicos competía con los restos de dimensiones importantes, en los alrededores de la ciudad, de adoratorios de una religión más antigua. Capillas e iglesias fueron emplazadas ahí justamente donde había huacas erigidas. Muchas de estas huacas fueron destruidas, en parte en busca de tesoros y en parte por ser lugares paganos y hasta dominados por el demonio. Las huacas que vemos en la actualidad -sea conservadas, restauradas, o en franco olvido, cuando no abandono-, se ubicaban muy por fuera del damero de Pizarro. Lima fue devorando huacas a medida que fue creciendo, y su destrucción flagrante e impune durante el siglo XX, daba lugar a nuevos desarrollos industriales y urbanizaciones, continuamente. Desde entonces se perdió de vista, para siempre, la organización de las huacas en ejes direccionales, en el territorio que Lima fue ocupando. 
En el límite entre los distritos de Lima, Magdalena y Pueblo Libre, se halla una huaca -un conjunto de cinco pirámides que ocupa 16 hectáreas- conocida por el nombre de Mateo Salado. Según ciertas fuentes sería la castellanización de Matheus Salade, un luterano francés que murió en la hoguera, condenado en el primer auto de fe de la Santa Inquisición en Lima, en 1573. Vivía oculto en el complejo de pirámides, pero cuando salía a pedir limosna no podía evitar arengar a los habitantes contra la corrupción del clero católico; de ahí su aciago fin.
Fue a la Huaca Mateo Salado que Felipe Cortázar eligió ir para la realización de un extenso documental fotográfico, del que hoy se presenta una selección de más de 50 imágenes a color, hecha con el criterio de comunicar una visión contemporánea de la huaca, que revela las muchas facetas de ésta en la actualidad. La marca de autor de Cortázar se halla no sólo en el logro de las imágenes. Sin duda, éstas desentrañan un espacio crítico, con rigor y en justicia, en el que convergen el sentido de lo patrimonial arqueológico y el sentido de una contemporaneidad exploratoria, ya sin sacralidad pero, aparentemente, con pragmatismo.
El retrato que hace de la huaca es un registro cuya dignidad no impide especular sobre el futuro. La Huaca Mateo Salado se yergue entre la indiferencia por cercanía -por años hubo venta de tubos de escape y talleres de instalación al paso, a la vera de lo protegido por la Ley-, y el entusiasmo presencial por los espectáculos que las autoridades competentes autorizan, durante los cuales la energía eléctrica pinta con los colores de un arco iris fugaz, muros que antes estuvieron estucados a la usanza costeña en una gama obtenida con tierras de color. Esta gama está ya fuera de época, pero, ¿quién asegura que los colores chicha de la gráfica urbana vayan a perdurar? La intención de Felipe Cortázar es abarcadora y ambiciosa. Su mirada es propia del documentalista-artista que está de pie como testigo en una encrucijada más. Entre acuciosa y premonitoriamente su inteligencia visual ingresa en los pliegues del tiempo. Pero esta historia continuará.

Jorge Villacorta Chávez
Curador
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